Ayer, hoy y mañana mucha gente ha gritado y gritará "¡No son abusos, es violación!".
Qué habrá pasado por las cabezas de los dos jueces y la jueza que han formado el tribunal que ha juzgado a la manada? y sobre todo, qué anidará en la mente de ese juez con nombres y apellidos, Ricárdo González, cuando afirma no apreciar “signo alguno de violencia, fuerza, o brusquedad ejercida por parte de los varones sobre la mujer” y por ello “No puedo interpretar en sus gestos, ni en sus palabras (en los que me han resultado audibles) intención de burla, desprecio, humillación, mofa o jactancia de ninguna clase, y sí de una desinhibición total y explícitos actos sexuales en un ambiente de jolgorio y regocijo en todos ellos, y, ciertamente, menor actividad y expresividad en la denunciante”?
A este señor y a las otras dos personas (no se si este calificativo les cuadra) que formaron con él el tribunal y que no llegaron tan lejos en sus apreciaciones, pero consideraron que en aquel portal solo habían habido abusos, les recomendaríamos la lectura del relato que Ruth Toledano publicó en El Diario.es el 17 de noviembre del año pasado y que transcribimos a continuación. Cremos que con lo que cuenta Ruth no hay nada más que decir. Un saludo, la redacción
Qué habrá pasado por las cabezas de los dos jueces y la jueza que han formado el tribunal que ha juzgado a la manada? y sobre todo, qué anidará en la mente de ese juez con nombres y apellidos, Ricárdo González, cuando afirma no apreciar “signo alguno de violencia, fuerza, o brusquedad ejercida por parte de los varones sobre la mujer” y por ello “No puedo interpretar en sus gestos, ni en sus palabras (en los que me han resultado audibles) intención de burla, desprecio, humillación, mofa o jactancia de ninguna clase, y sí de una desinhibición total y explícitos actos sexuales en un ambiente de jolgorio y regocijo en todos ellos, y, ciertamente, menor actividad y expresividad en la denunciante”?
A este señor y a las otras dos personas (no se si este calificativo les cuadra) que formaron con él el tribunal y que no llegaron tan lejos en sus apreciaciones, pero consideraron que en aquel portal solo habían habido abusos, les recomendaríamos la lectura del relato que Ruth Toledano publicó en El Diario.es el 17 de noviembre del año pasado y que transcribimos a continuación. Cremos que con lo que cuenta Ruth no hay nada más que decir. Un saludo, la redacción
"Yo
cuento mi experiencia personal para dar testimonio de que nadie tiene
la potestad de determinar cómo han de ser el comportamiento y la
vida de una mujer libre, ni antes ni después de una violación.
Un
tío al que acababa de conocer me violó en su casa. Era un piso en
la Ronda de Atocha de Madrid. No recuerdo el número de la calle. El
edificio, más o menos: podría ser ese o el de al lado, no he
llegado a distinguirlo cuando he pasado después por allí. Ni
siquiera recuerdo la cara de él. Y, sin embargo, la cara de él fue
lo primero que cambió las cosas aquella mañana.
Conocí
a aquel tipo en un bar, de noche, tomando copas. Él era joven,
encantador y atractivo. Yo también. Nos gustamos y seguimos juntos
por ahí. Después, decidimos irnos a su casa. Yo iba, obviamente, a
acostarme con él. Al entrar ya era de día y el salón (uno de esos
salones perfectamente impersonales que suelen tener algunos hombres)
estaba inundado de luz.
En
milésimas de segundo supe que pasaba algo. La cara de él se había
transformado por completo. Lo que antes era amable y sonriente se
convirtió en duro y amenazante. Yo casi no había tenido tiempo de
identificar ese cambio, pero cuando me miró fijamente sentí miedo.
Eran la mirada y el gesto de alguien que podía, acaso buscaba,
hacerme daño. Se acercó al equipo de música y puso algo muy alto,
demasiado alto. Cuando estaba de espaldas vi, de reojo, que había
dejado puestas por dentro las llaves de la entrada a la casa. Yo ya
había decidido que quería irme. Seguía de pie en medio de ese
salón, sin moverme. Aquella música sonaba demasiado alta. Al
volverse hacia mí se lo dije. Que me iba a ir. Quizá le dije que
estaba cansada o que tenía algo que hacer, no sé. Me miró de tal
forma que pensé que podía matarme. Empezó a llamarme puta, cerda,
guarra, palabras así.
No
sé cuántas veces le dije que quería irme. Puede que no muchas,
para que no se pusiera más agresivo. Cuando vi que se acercaba a la
puerta de entrada, daba la vuelta a la cerradura y se guardaba las
llaves en el bolsillo, supe que yo iba a sufrir y que acaso podía
morir de una manera horrible. Entonces decidí dejarme hacer. Aguanté
sus insultos, que le excitaban, como si realmente no me importaran.
Aguanté la fuerza excesiva de sus brazos, como si formara parte del
juego sexual que yo había ido a jugar. Entré en su habitación,
entré en su cama. Su cara me producía tanto terror que lo demás
era lo de menos. No dejé de pensar que de un momento a otro iba a
empezar a estrangularme, a asfixiarme con la almohada, a machacarme
la cabeza con algo. Hasta que se quedó dormido.
Creo
que lo peor fue esperar tumbada junto a él a estar segura de que su
sueño era profundo. Incorporarme con una lentitud casi imposible.
Recoger mi ropa. Sacar del bolsillo de su pantalón las llaves de la
casa y que no sonaran, apretándolas fuerte con el puño, sin dejar
de mirarle por si se movía. Cruzar el salón y llegar a la puerta
con un sigilo casi inverosímil. El corazón se me salía. Probar qué
llave, el ruido de meterla, el ruido del cerrojo, salir al
descansillo sin dejar de mirar atrás, el ruido de la puerta al
cerrarla, correr escaleras abajo, vestirme al mismo tiempo, llegar al
portal sin respiración, salir a la calle. Un sol violento que era mi
salvación.
No denuncié a aquel tío que me violó. Ni siquiera se lo conté a nadie. Hoy lo haría. De esto hace más de veinte años y las mujeres aún no éramos manada. Me fui a mi casa, sola, sintiendo miedo y asco, pero también con un gran alivio por haberme librado de algo mucho peor.
Si
yo hubiera ido aquella mañana a una comisaria solo habría tenido mi
palabra contra la de él. No me había pegado, no había señales de
violencia en mi cuerpo, no me había forzado sexualmente. Podía
haber muchos testigos que nos hubieran visto juntos aquella noche,
divirtiéndonos por ahí, risueños, coqueteando, a lo mejor nos
besamos en un taxi. Podía haber testigos que me hubieran visto
entrar con él en su portal, coger el ascensor, pasar voluntariamente
a su casa. Yo, que ni siquiera lloraba, tendría que haber convencido
a policías, peritos y jueces de que aquel tipo me violó.
Convencerles de que había querido irme con él pero, en un
determinado momento, cuando él se transformó, yo le había dicho
no. Hacerles entender que no es no.
Después
de ser violada sin resistirme en un piso de la Ronda de Atocha de
Madrid mi vida siguió siendo en apariencia exactamente igual que
antes. Si en los días, semanas y meses posteriores me hubiera
espiado un detective habría visto a una mujer joven yendo a
trabajar, saliendo con sus amigos, celebrando cumpleaños, haciendo
un viaje si se presentaba la ocasión, tomando copas, bailando,
paseando al sol. Habría visto a una mujer joven que reía, se
divertía, disfrutaba de la vida y seguía siendo libre.
Seguro
que yo entonces ni siquiera tenía tanta conciencia sobre lo que me
había pasado como la que tengo ahora. A fin de cuentas a las mujeres
siempre nos han pasado cosas así, como si fueran gajes del oficio de
serlo: a la mayoría nos ha enseñado la polla un tío en el autobús
al volver del colegio; a la mayoría los tíos nos han tocado el culo
sin permiso, nos han aprisionado contra una pared, nos han magreado
las tetas cuando bebimos de más, nos han acosado en los entornos
profesionales, nos han hecho falsas promesas de trabajo para
disimular su única intención, nos han incomodado con sus
comentarios, sus miradas, sus alusiones sexuales. La mayoría de las
mujeres nos hemos tenido que quitar a muchos tíos de encima, a
veces, literalmente, a empujones. Nos han tenido acostumbradas. Así
que es posible que yo misma, de alguna manera, considerara entonces
mi violación como un episodio de riesgo, como algo que te podía
pasar si estabas en el lugar equivocado y dabas con el tío
equivocado. Nos tenían acostumbradas.
Ahora,
sin embargo, mientras escribía la primera parte de esta columna, la
que describe mi violación, se me ha puesto mal cuerpo. El pulso se
me ha desbocado y he sentido escalofríos. De hecho, me he mareado un
poco. Después de muchos años he recreado aquel miedo y lo he vuelto
a sentir. No me había pasado desde entonces, quizá porque nunca lo
había escrito. A algunas personas les he contado alguna vez lo que
viví, pero sin emociones, casi como si lo hubiera vivido otra
persona, un episodio meramente ilustrativo de las circunstancias en
las que una mujer puede ser violada.
Si hoy lo cuento aquí es porque una chica de 18 años está siendo cuestionada tras haber denunciado una violación, grupal para más inri. Uno de los abogados de los tíos a los que ella señala como sus violadores ha intoxicado a medios de comunicación y tertulianos, a la opinión pública, para que juzguen el comportamiento de ella previo a la agresión, su ánimo posterior, su vida privada después de la violencia. Yo cuento mi experiencia personal para dar testimonio de que nadie tiene la potestad de determinar cómo han de ser el comportamiento y la vida de una mujer libre, ni antes ni después de una violación. Y la cuento además para ilustrar el hilo de pánico que puede unir violación y sexo consentido. Yo consentí que un tío me violara. Preferí ser violada a ser descuartizada.
Después,
durante mucho tiempo, he creído que mi violación no había afectado
a mi vida posterior: he seguido haciendo lo que me ha dado la gana,
he entrado y salido cuando me ha apetecido, he viajado por donde he
querido, he ligado, he amado, he conocido a mucha gente, me he
divertido con muchas personas desconocidas. Una mujer libre. De
hecho, he llegado a preguntarme por qué una tía como yo vuelve la
cabeza cuando va sola por calles solitarias y oscuras, por qué hago
como que voy hablando con el móvil, por qué tengo tanto miedo al
entrar de madrugada en mi portal, por qué soy incapaz de cruzar un
parque de noche o de dormir en el campo si no estoy acompañada. Me
he preguntado por qué no es más valiente una mujer como yo. El otro
día, en la concentración ante el Ministerio de Justicia, mi manada,
la manada feminista, coreó la respuesta: no queremos ser valientes,
queremos ser libres."
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